6 de mayo de 2015

Fuerte

Ya no podía más.
Tuvo que pararse y sentarse en un banco de aquel solitario parque.
Parecía que hubiese estado andando kilómetros, pero aun, con sus desgastada vista, era capaz de alcanzar a ver el pequeño balcón en el que solía poner a sus pájaros para que les diera el sol.
Le encantaba salir al balcón a tomar un poco el aire, mientras oía como esos pájaros trinaban sus cancioncillas.
Había visto amanecer, y el acabar del día desde aquel balcón, sin tener mucho más que hacer.
Quería ocupar su mente con cosas, le daba igual lo que fuera. Pero su cuerpo ya no era capaz de suplir esas ideas que su mente esbozaba.
Desde su niñez, había tenido que trabajar duro. Fueron tiempos que él no le deseaba vivir a nadie.
Su adultez se vio motivada por aquella mujer que conoció y le entregó su vida totalmente.
Hizo que se sintiera realizado en su vida cuando llegaba a casa y sus hijos salían a la puerta a recibirlo.
Vio como sus hijos se iban yendo de casa poco a poco, mientras esta se iba quedando en silencio.
Unos volvían frecuentemente, otros apenas llamaban, pero siempre volvió a estar ahí cuando alguno regresaba por cualquier motivo.
Volvió a sonreír de manera efusiva, el día en que uno de sus hijos, hizo posible que tuviera entre sus brazos a aquel pequeño, el cual le dijeron que llevaba su nombre.
Él, hasta entonces un hombre poco efusivo, dejó caer una lágrima junto a su sonrisa aquel día.
Se prometió abrazarlo cada día con toda su fuerza.
Cada día que estaba con él, era un día que agradecía a la vida.
Le vio crecer a tiempo parcial en su casa. Dormía, comía, veía la televisión, jugaba a las cartas a menudo con él.
Cuando el joven discutía con sus padres, él siempre ejercía de juez imparcial y apaciguaba la situación.
Iban a la calle, paseaban, trabajaban, jugaban juntos. . . Todo lo que el chico quería, lo hacían juntos.
Fueron miles de veces a las que la puerta del colegio fue a buscarle, le daba alguna moneda para comprar algún capricho, le traía algún regalo cuando viajaba. . .
Ya apenas trabajaba, por lo que invertía todo el tiempo que le era posible con ese joven que le hacía sonreír cada día.
Y estando en aquel banco, vio como su nieto se asomó a la ventana, en la que sus pájaros trinaban alegres, dejando la barandilla a la altura de su pecho.
¿Cuándo había crecido tanto?
Se levantó lentamente, recuperando la fuerza al instante. . . Al fin y al cabo,
Una promesa es una promesa.

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